La elección de los presidentes Jorge Blanco y Leonel Fernández, en sus respectivos momentos constituyeron para el pueblo un verdadero frenesí, como lo ha sido esta vez Hipólito Mejía. Sus triunfos han sido glorificados desde antes del inicio de sus ejecutorias “como un suceso sagrado, capaz de cambiar para siempre nuestras vidas”. La gente se ha sentido arropada por el desbordamiento de optimismo de esos mandatarios que en sus oportunidades, han dado muestras, ofreciendo sin tasa ni medida las soluciones a las miserias sociales y económicas que han abatido a la República, desde sus albores.
Las obsequiosidades de muchos de nuestros comunicadores sociales han contribuido antes y ahora también a esos éxtasis, lo mismo que la mayoría de los medios de información, por lo regular faltos de espíritu crítico en el buen sentido. En el último ejemplo en que estamos envueltos, el dinámico programa de visitas y recorridos por distintos pueblos en reafirmación de ofrecimientos a troche y moche que ha emprendido el presidente electo Mejía, en una acción inusitada para quien ahora vemos como un nuevo Mesías, ha predispuesto el espíritu colectivo para creer que va a entrar por fin al “paraíso soñado”, como tantas veces se le ha prometido para, al final de cuentas, tener que conformarse con seguir escuchando la hermosa voz de Rafael Colón, entonando la inolvidable canción que lleva el nombre de ese paraíso que también ahora nos ofrecen.
Ante tan altas expectativas, como las que se están viviendo en este período de transición, queremos sustraernos a la tentación de aventurarnos en ese tema, para escribir no de presidentes, ni solemnes promesas de bienestar ni de grandeza ni esperanzas, ni de espejismos, sino de algo prosaico tal vez, como podrían ser los prostíbulos de la avenida Duarte, que los comerciantes de allí, en un gesto de extravagancia, junto al fiscal del Distrito, quieren desalojar, según una crónica que publica este diario, felizmente pendiente a todo, en su edición de hace dos sábados.
En estos momentos en que un concierto de clarines una vez más anuncia a todo pulmón el instante estelar en que entrará la república con el nuevo gobierno, queremos ocuparnos de cosas vulgares y socialmente marginadas, como los prostíbulos de la Duarte, porque esos lugares y la corte milagrosa que allí reina, también deben tener quien les reconozca, como lo hicieron Baudelaire, Toulouse-Lautrec, Dickens, entre otros nombres universalmente ilustres, que entendían que todos tenemos derecho en la Viña del Señor.
Las prostitutas y los burdeles son más distintivos de esa vía que los negocios que allí se encuentran. Cuando éstos ni siquiera soñaban establecerse en ese lugar, ya la avenida de los bancos, fresca entonces, con sus frondosos árboles de caoba y roble, acogía la sensualidad de que hacían gala por las noches mientras las velloneras de los cafetines de chinos derramaban cascadas de melodías pegajosas sobre las putas y sus acompañantes que vaciaban un pote en una mesa. O en un banco del centro de la avenida, con la complicidad de la semioscuridad que proporcionaba el tupido follaje donde las parejas bebían su romo en este ambiente nocturno bajo un cielo estrellado, a veces interrumpidas por el pregón de un inoportuno manisero que ofrecía el grano saladito y caliente, con un saleroso e insinuante pregón: “¡maní caliente; pero caliente de verdad”!
Los burdeles de la Duarte, son santuarios que deben ser preservados, no solo por derecho de primogenitura, sino también, porque su función social es más humana, más sincera y hermosa que el frío afán de lucro que sirve de estrella del norte a los comerciantes, quienes con sus cajas fuertes en lugar de corazones, ahora quieren desalojarlos. Esos burdeles, como otros tantos de aquel entorno, cumplen una función de complacencia de los sentidos, que además de proporcionar esa satisfacción a sus parroquianos, los distraen de lo dura que se les ha puesto la vida; de los engaños de los políticos y el opio de las elecciones.
Además, hay otra clase de burdeles como son los partidos políticos, que cubren el país con efectos deletéreos, que se han extendido por toda la sociedad impregnándola de una contaminación que es causa de más grandes estragos morales. Todos los conocemos, pero callamos, cuando no los reverenciamos. Las autoridades judiciales deberían tener –es nuestra suposición- cosas más graves y elevadas que sirvan de ejemplo a la salud social, que ocuparse de esos lupanares y sus borrachos que han identificado la avenida Duarte y su entorno con su folclorismo puteril, como ocurre en todas las grandes ciudades del mundo.
En “La Habana para un Infante Difunto”, esa excelente radiografía de La Habana pre castrista que escribió hace algún tiempo la mordaz pluma de Guillermo Cabrera Infante, hay un pasaje en el cual el jefe de la policía reprende a una patrulla que detuvo a un grupo de homosexuales en el curso de una batida en busca de terroristas. El jefe policial les gritó, más o menos, lo siguiente: Dejen esa gente tranquilas; no se metan con las putas ni los maricones. Nuestro problema son los subversivos. ¡No sean pendejos!
¿Por qué nosotros, con tantos y graves problemas; tantos expedientes judiciales por gravísimos delitos públicos que se encuentran durmiendo el sueño de los justos, pensamos en los lenocinios de la avenida Duarte. Eso es para reírse, llorar, o tal vez para otra cosa. ¡No seas pendejo, Magino!
13 de junio del año 2000
viernes, 14 de enero de 2011
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