Si algún mérito no se le negado el generalísimo Trujillo, éste ha sido la estricta y bien calificada selección que supo mantener entre los hombres que le sirvieron, para confiarles áreas y funciones en las cuales sus aptitudes o talentos cumplieran a plenitud su rol, según lo demandaran determinados momentos de aquel ejercicio gubernamental anonadante.
Desde los albores de ese período de nuestra historia, señalado con el nombre de su creador, Rafael L. Trujillo utilizó a sus colaboradores con inteligencia y propiedad. Así los adversarios políticos del General sufrieron el terror que imponía la presencia de ·”La Lechuza”, el carro Packard color negro que por las noches, con sus luces apagadas, recorría las calles imponiendo el miedo en los días previos a las elecciones de l930. En ese vehículo se desplazaba un grupo de hombres de probada valentía callejera, encabezados por Miguel Paulino, quien durante toda la Era llegó a ser ejemplo de arbitrariedad abusiva.
La presencia del poderoso general Fausto Caamaño, en cualquier comandancia significaba el terror para enemigos y desafectos al régimen en la jurisdicción de su comando. Además, su presencia en tales jefaturas alteraba el sosiego entre la oficialidad subordinada por la inclinación a la intriga y la fabulación que le era conocida a este militar. Del general Federico Fiallo, discreto y distante, su designación en un comando proyectaba sombras de temor difuso
En el ámbito civil sobresalió por un tiempo Anselmo Paulino. Su truculencia hacía estragos entre los servidores de la administración pública hasta el más alto nivel. En el fondo de todo esto emergía el Benefactor de la Patria, con su mirada felina y la intuición extraordinaria que le hacia saber el momento preciso para mover estos servidores, como haría un consumado jugador de ajedrez con sus piezas.
En contraste con aquellos hombres de eficiencia pavorosa, el régimen exhibía las luces que irradiaban las inteligencias de algunos colaboradores estimados por su hombría de bien y vocación de servicio como lo fueron, entre otros no menos meritorios, Víctor Garrido, Telésforo Calderón, Virgilio Díaz Ordóñez, José Antonio Caro Álvarez, Rafael F. Bonnelly a los que se unía el atruismo enriquecedor para el país de un Julio Ortega Frier, todos impulsados en un accionar civilizador en aquel período de nuestra historia, siniestro y admirable, cautivante y sobrecogedor, con la recia personalidad que lo encarnó.
El más sólido fundamento del gobierno trujillista lo fue el sometimiento colectivo y absoluto a la paz octaviana que había impuesto su forjador. Por la fuerza, el convencimiento o la sumisión, toda la sociedad tenía que acomodarse a esa fuerza avasallante que la impulsaba. Para esto, el gobernante tenía los cien ojos de Argos, el príncipe mitológico.
Uno de ellos lo fue el general Ludovino Fernández, quien por su rechazo visceral al robo común y actos de ratería, se convirtió en el brazo inflexible para erradicar esos hechos allí donde sentaba su plaza de comandante, por lo que su fama se hizo legendaria en el combate contra esa indisciplina social que iba en franca contradicción con el régimen entre cuyas consignas se resaltaba el “trabajo y la moralidad”, así como “mis mejores amigos son los hombres de trabajo”.
Sobre el general Ludovino Fernández, uno de sus hijos, el doctor Emilio Ludovino, ha escrito un libro que contiene testimonios acerca de aspectos desconocidos de su padre. En la obra puesta en circulación hace pocos días, sobresalen facetas del biografiado que le presentan como un militar cuya reciedumbre y disciplina nunca las usó para desconsiderar ni maltratar a nadie más, con excepción de los ladrones redomados.
La obra también da a conocer hechos que demuestran el hondo respeto por la amistad y la lealtad que identificaban al general Fernández. Esa es la otra cara del progenitor del autor, quien a nombre de la numerosa descendencia que dejó el recio soldado ha asumido la responsabilidad de llevarla al conocimiento público, para contraponerla al exterminador de ladrones, que es la que ha sobrevivido a Ludovino Fernández.
Esa profiláctica tarea es lo que ha hecho destacar más a dicho general, por lo que lo que ha sido calificado por el pueblo como arquetipo de ese control social extremo, como antes lo fue Domingo Lazala, aquel hombre de la banda fronteriza a quien Pedro Santana utilizaba cuando en algún lugar era necesario erradicar los ladrones, cuya semblanza nos dejó Manuel de Js. Troncoso de la Concha –otro insigne servidor de la Era- en su narración “Los Columnarios del Comandante”, cuyo recuerdo nos ha surgido al escribir estos comentarios con la intención de felicitar al fino y combativo escritor Milito Fernández y a toda su familia por el interés que han mostrado en dar a conocer la otra personalidad de su ascendiente, lo que constituye un hermoso gesto de devoción filial.
Dentro del contexto de la obra, por último, es bueno señalar que aporta datos que de seguro despejarán las fábulas que se han tejido en cuanto a la muerte del cacique noroestano, cazurro e impenitente perturbador de la paz social que fue Desiderio Arias, así como también sobre la propia muerte del general Ludovino Fernández.
11 de septiembre 1999
sábado, 15 de enero de 2011
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