La Policía Nacional fue convertida por el Generalísimo en un instrumento amedrentador. Fue modelada por aquella mano dura a su imagen y semejanza. Su función se podría decir que correspondió a aquel momento histórico. Fue cabalmente dirigida a un accionar para sembrar el temor y hasta el terror.
Desde entonces la trayectoria de ese cuerpo institucional ha estado marcada por excesos de todo tipo. Las desviaciones para servir de instrumento de coacción política y persecución por los gobiernos de turno, ha sido una constante en ese organismo, que manifiesta más su obsolescencia y su anacronismo en el verdadero desempeño de los deberes a que está llamado a rendir a los ciudadanos.
No ha podido adecuarse o no ha sido orientada hacia métodos más acordes con los tiempos que exigen reglas diferentes a la cultura del ¡Tránquenlo! La Policía Nacional, cuya función principalísima debe ser la de preservar el orden público, proteger a la gente y salvaguardar los intereses ciudadanos, no genera ni ha generado confianza. Sus actuaciones, en términos institucionales, han ido degradando su proyección cada vez más ante el país. Por eso no resulta ocioso ver que casi todos los que han llegado a la jefatura de ese órgano del Estado anuncian medidas tendentes a depurar el cuerpo e iniciar profilaxis interna como fórmula que pueda ganarle la confianza de los ciudadanos.
Incluso, algunos de sus jefes en muestra de un impulso inicial, tal vez genuino de depuración, han dado curso a disposiciones que han afectado el lucro de comandancias y con esas decisiones han desconocido las reflexiones de aquel gran patriota, político, diplomático y profundo conocedor del alma que fue Maquiavelo, quien dijo que un hombre puede llegar a perdonar incluso, que le maten un hijo, pero no que atenten contra sus intereses.
Hay que reconocer que la Policía Nacional, como institución no escapa al deterioro moral y la anomia en que viene desenvolviéndose la sociedad dominicana. Los policías son tan dominicanos como lo somos quienes no formamos parte de ese cuerpo de orden público. Con nuestras virtudes, defectos y malicia. Hasta cierto punto frustrados también o afectados por la educación y en la impunidad en que nos hemos formado y la indolencia espiritual que nos abate y parece haber rendido los grupos rectores del país, encabezados por las autoridades públicas de turno cada cuatro años.
Ninguno de estos períodos gubernativos ha hecho el menor esfuerzo por corregir las notorias y sistemáticas deficiencias de nuestra Policía Nacional, creando un nuevo órgano nacional de orden público que sustituya al actual, cuyos cimientos desde hace muchos años se encuentran carcomidos por todos los vicios que dominan la sociedad dominicana y la rutina marcada por la ineficiencia y hasta la desatención, algo propio en órganos que han agotado su papel.
Nuestros gobernantes no estarían inventando nada dando ese paso, verdaderamente transformador, si en verdad se quiere encaminar al país por la modernización y así enfrentar parte del desorden imperante. Ya esto ha sucedido en países con una larga tradición de violencia y abusos que superan los nuestros. Como lo fue el caso de El Salvador, en primer término y en Nicaragua, donde se llevó a cabo el cambio de sus cuerpos policiales obsoletos y corrompidos medularmente, por nuevas instituciones de orden público que han podido hacerse de una imagen más confiable ante su gente.
Estas disquisiciones nos han surgido porque de nuevo se escuchan clamores por la aplicación de “mano dura” para enfrentar la criminalidad que ha estado sosteniendo la nota alta en los últimos meses. Es una tendencia atávica en el ser humano el buscar la protección de la fuerza ante el desorden que por lo regular luego se tiende a lamentar. Por eso es que por ahí suenan trompetas trasnochadas que hablan de Trujillo con un dejo de nostalgia. Sí, ciertamente se precisa de medidas firmes y claras que sigan de manera indeclinable el camino para enfrentar la criminalidad que parece haberse desbordado en los últimos días. Pero no nos dejemos arrastrar por la histeria que parece asomar. Cuando el ambiente está caliente se requiere que la cabeza esté fría para la toma de decisiones.
El llamado para aplicar mano dura puede desatar otra violencia peor; la institucional, que siempre queda resguardada por los consabidos “enfrentamientos” que se llevan por delante justos y pecadores e incluso, pueden servir, como enseña la experiencia en esos exabruptos, para vendettas y para dirimir desafectos personales. La mano dura que se pide es una salida acomodaticia a la situación circunstancial y hasta fácil. La cuestión es que busquemos soluciones más duraderas para enfrentar la criminalidad y que no generen suspicacias.
La mano dura puede interpretarse como una cosmetología sangrienta temporal. Si por esto fuera, este país fuera un edén, pues manos duras es lo que más hemos tenido.
31 de mayo 1999
viernes, 14 de enero de 2011
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario