martes, 7 de diciembre de 2010

AUGUSTO PINOCHET

Las elecciones en Chile, en el mes de septiembre de 1970 fueron celebradas bajo un clima tenso y amenazante de violencia. “El ejército desplegó tanques y tropas armadas mientras los candidatos luchaban cabeza a cabeza”. Ninguno de los aspirantes a la Presidencia de la República obtuvo la mayoría de votos requeridos para obtenerla, por lo que el Congreso tuvo que proclamar al ganador. Salvador Allende, quien había superado por pocos votos a su competidor más cercano obtuvo el triunfo final. Esa marcada división entre las fuerzas políticas chilenas demostraba que el candidato de la Coalición Popular había tenido un triunfo frágil.

Salvador Allende, desde antes de ser confirmado por el Congreso se mostró desafiante; si se quiere, políticamente imprudente, a pesar de la precariedad de su base política. Prometió que su gobierno sería “antiimperialista, patriótico y nacional”, al mismo tiempo que anunciaba que nacionalizaría “muchos negocios y realizará una avalancha de cambios en la economía”. Mientras el flamante Presidente esboza cómo será su gobierno, los democristianos reclaman “garantías para la democracia” y el presidente Frei recuerda a las fuerza armadas “que su misión es custodiar la libertad y la democracia”.

Los antagonismos ideológicos en el pueblo chileno van haciéndose más radicales a medida que Allende va aplicando sus planes de gobierno con profundas transformaciones. Se introducen cambios intempestivos en una sociedad conservadora, donde existían por larga tradición poderosos intereses nacionales y extranjeros que hemonizaban la vida económica de esa nación.

En medio de todo esto llega Fidel Castro, ícono de las juventudes revolucionarias de América en una larga visita y festeja con su presencia efervescente la nueva realidad política y social que ha impuesto el gobierno marxista, émulo del suyo, sobre el cual The Guardian, el importante diario inglés, calificaba como “el más importante hecho ocurrido en latinoamérica desde la revolución cubana”.

Mientras el gobierno de Allende se debatía entre sus intrépidas reformas y la renuencia de las fuerzas que se oponían a tan radicales cambios, las perspectivas del país se presentaban cada vez más propicias para un trágico desenlace, como desde el principio del gobierno socialista era previsible. Juan Bosch, a los pocos días de haber obtenido Allende la Presidencia dijo: “(...) aunque la mayoría de los jefes y soldados de las fuerzas armadas chilenas son nacionalistas, no debe causar sorpresa que algún jefe se ponga al servicio de los yankis para causarle dificultades”.

Aquella advertencia de Bosch se cumplió el 11 de septiembre de 1973 en forma de infinita tragedia. Un viento de guerra sopló sobre aquel ejército poderoso y el país se vio inmerso en una vorágine incontenible de exterminio para aquellos sectores que se habían identificado con los cambios que se habían producido en los últimos tres años en la sociedad chilena, promovidos por la doctrina marxista que había asumido el gobierno. El propio Presidente Allende estuvo entre las primeras víctimas del golpe de Estado encabezado por el general Augusto Pinochet, quien pocos días antes había asumido el mando del ejército.

Derrocado Allende, en Chile comenzó a regir un despotismo militar implacable con todos a quienes la jerarquía gobernante entendía simpatizantes y militantes del marxismo derrocado. El sometimiento, la tortura y la muerte pasó a ser la conducta del gobierno de facto para con aquellos que consideraba opositores políticos e ideológico. El gobierno de los Estados Unidos decidió “encubrirlo y apoyarlo en aquella política de exterminio”, tal vez, porque, el régimen de Pinochet que había sido el resultado del soporte de importantes capitales norteamericanos y la derecha conservadora nacional, venía a resultar un aliado circunstancial de utilidad en aquellos tiempos de la Guerra Fría.

Durante diecisiete años en Chile no se movía una hoja sin que Pinochet lo supiera, como él mismo afirmó en una muestra de arrogancia y como una alegoría al poder de exterminio irrefrenable que ostentaba. Sin embargo, “guste o no, este reaccionario brutal y corrupto gobernante, por razones que no están claras sí inició las bases del éxito contemporáneo de su país. Y más sorprendente todavía, cuando perdió el referéndum en 1998, dejó el poder”, como señala el análisis que hace Martín Wolf en un amplio artículo que reproduce el periódico Hoy de fecha reciente.

Augusto Pinochet ha muerto; el juicio moral que se ha dictado sobre este hombre desde antes de su muerte ha sido sombríamente concluyente. En los últimos tiempos de su vida se formularon acusaciones de atesorar millones de dólares mal habidos. Indudablemente que su figura implacable y fanática, exclusivamente defendiendo una idea o impulsado por sus fuertes convicciones, con tal descubrimiento bancario se vio rebajada a la condición de delincuente económico, igualándose, por tanto, a la burda comparsa de gobernantes propulsores del latrocinio que abunda en la política latinoamericana. Hasta ante los ojos de gran parte de quienes fueron sus defensores en Chile, donde la corrupción política no ha echado raíces firmes, su actitud última lo ha vulgarizado, restándole respeto.

Ahora falta el juicio que su figura de gobernante recibirá estrictamente dentro del marco de la Historia. Pero, para eso habrá de esperar décadas, porque, en caso de comenzar a hacerlo ahora, podría verse enturbiado el juicio de quienes asuman la función de jueces a destiempo.



19 de diciembre 2006

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