El General Maximiliano Hernández Martínez, es el dictador salvadoreño por antonomasia; como para los dominicanos lo es Rafal L. Trujillo; para Cuba, Gerardo Machado: Venezuela, Juan Vicente Gómez y así podríamos seguir enumerando en los países de Latinoamérica estos emblemáticos representantes de toda una época de esa cultura absolutista del poder que tales personajes representaron.
Este militar, mas conocido por la supresión del primer apellido, como de manera corriente lo citan, llega al poder a causa de los efectos de la Gran Depresión. Sus vecinos inmediatos y de parecidos despotismos lo eran Jorge Ubico en Guatemala, Tiburcio Carías, en Honduras y un poco mas allá, Anastasio Somoza, en Nicaragua.
El ingeniero Arturo Araujo es derrotado por inepto e incapaz el 2 de diciembre de l931, según lo decide un grupo de militares salvadoreños. Este cae en medio del regocijo general, sin un solo sector de la sociedad de su país que deplore su fracaso, como señala el primer número del órgano del Partido Comunista, “La Estrella Roja”, que vio la luz pública diez días después del golpe militar. Esa publicación surgió bajo la dirección de Alfonso Luna y Mario Zapata, dos jóvenes universitarios que en las próximas semanas acompañarán a Agustín Farabundo Martí, al cadalso.
El General Hernández Martínez, fue instalado en el poder por el Directorio Militar que asumió el mando tras la caída de Araujo, como fórmula de buscarle una salida institucional al derrocamiento, puesto que Hernández era el Vicepresidente Constitucional de la República y de esa manera el gobierno podía obtener prontamente el reconocimiento diplomático de los otros países del área, pero sobre todo, de los estados Unidos.
La toma del poder por Martínez Hernández, marcó en El Salvador, el inicio de un control político de esa nación directamente por los militares, que se extendería por unos cincuenta años, periodo en que éstos fueron los árbitros de la vida nacional en íntima asociación con la oligarquía cafetalera y los sectores económicos de exportación e importación.
Un hecho de gran trascendencia histórica que consolidó al General Hernández Martínez y le ganó la confianza y el apoyo de los sectores económicos ya señalados lo fue el levantamiento campesino promovido por el Partido Comunista de El Salvador, cuyo principal dirigente en aquel momento lo era Agustín Farabundo Martí, uno de los revolucionarios mas puros y de más firme convicción en sus principios que ha tenido Latinoamérica.
Al final de su mandato, Martínez lamentaría con cierta amargura en círculos íntimos, haber fusilado aquel líder de convicciones tan firmes y tanta honorabilidad en su conducta de vida. Un mes después de haber asumido el poder dicho militar, fueron celebradas elecciones municipales, pues su ascenso a la Presidencia de la República, se produjo en el marco de un período preelectoral.
El Partido Comunista tuvo por primera vez una participación en estos certámenes y obtuvo el triunfo de algunas alcaldías, las cuales no le permitieron ocupar y los miembros de este partido comenzaron a ser reprimidos. Esto llevó por consecuencia que sus miembros se vieron precisados a adelantar la revuelta que habían estado organizando desde hacia algún tiempo, con la participación de los trabajadores rurales debido, principalmente, a la situación de infortunio que atravesaba a el país como secuela de la “gran crisis”, que había dejado la nación casi en la bancarrota, debido de la caída de los pecios del café en forma dramática y un creciente y alarmante desempleo.
Farabundo Martí, fue detenido junto a los estudiantes Luna y Zapata, dos días antes del levantamiento y diez días después fueron fusilados. Mientras se encontraba en capilla ardiente, Martí descargaba a sus compañeros de toda culpa y con la soberbia gallardía que caracterizó su trayectoria revolucionaria, cayó junto a sus compañeros frente el pelotón de fusilamiento.
Para sofocar la insurrección campesina que se inició a la medianoche del 22 de enero de l932, en los pueblos del occidente salvadoreño donde se encontraba la mayor población rural y en la que se presume participaron alrededor de treinta mil campesinos, cuya mayoría estaba compuesta por indígenas pipiles, el General Hernández, emitió una orden implacable que contribuyó a que el aniquilamiento de la revuelta fuera atroz: “No dar cuenta de prisioneros”.
En pocos menos de setenta y dos horas, la sublevación había terminado y su saldo de muertos fue desmesurado. Según cálculos serios algunos escritores han aproximado cifras que van entre ocho y diez mil muertos, según figura en un trabajo de investigación que trata aquel momento histórico y se titula “El Salvador, l932”
Martínez se había convertido en el hombre del momento para mantener los sistemas tradicionales que imperaban en la explotación de los trabajadores, particularmente, en el área rural. Aun cuando era tenido por despiadado en su concepción de mantenimiento del orden, a su alrededor se agruparon muchas personas de calidad prestigio profesional que aportaron su entusiasmo y capacidad, conformando un gobierno uniforme y coherente bajo la tutela de este hombre sombrío y absoluto, cuya honestidad resistía el mas severo de los juicios. Pronto ganó la simpatía de la mayor parte de sus conciudadanos este teósofo, de vida extremadamente austera, buen padre de familia, trabajador y de costumbres hogareñas, cuyo único vicio era el Poder y, quien, además , gustaba de ofrecer fórmulas curativas en un programa nocturno por una estación de radio, por lo que lo llamaban “El Brujo”.
Al igual que nuestro Presidente Heureaux, Martínez no perdía oportunidad de preparar botellas; éste lo hacía con aguas azules que recomendaba para todo tipo de malestar, por lo que también lo llamaban “El mago de las Aguas Azules”. Como Trujillo, también gustaba de recetar a sus amigos pastillas y medicamentos cuando notaba en alguno de sus allegados el menor síntoma de gripe ú otro malestar.
Una vez que se desató en San Salvador una ola de influenza, ordenó que los focos del alumbrado público fueran cubiertos con papel de celofán de color rojo, porque, según él, la luz de las bombillas, pasando al través de esa envoltura, produciría un efecto bienhechor en el ambiente lo que ayudaría a combatir la epidemia.
La impresión que daba el General Hernández Martínez, era de un abuelo rígido para quien el mantenimiento del orden y la paz ciudadana lo colocaba por encima de cualquier otra consideración; su práctica de gobernante estaba sólidamente identificada con la cultura política de la época en casi todos nuestros países. En el curso de casi todo su mandato de unos doce años, mantuvo el “estado de sitio”; pero logró colaboración entusiasta de calificados ciudadanos que, junto a este esotérico gobernante, imbuido de estar cumpliendo un programa de modernización del Estado, con amplia labor económica y una firme atención a los problemas sociales y un incesante plan de obras públicas, todo envuelto en el mas acrisolado manejo de los fondos públicos.
A propósito de su pulcritud en los asuntos económicos, se cuenta que el día de la inauguración de los Terceros Juegos Centroamericanos y del Caribe, celebrados en el monumental Estadio Nacional, recién construido, él se encontraba observando como gran cantidad de funcionarios públicos acudían al evento y por esa condición, entraban al estadio sin pagar. Sin decir nada, acompañado de su mujer e hijos, formó cola frente a la boletería hasta llegar su turno y adquirió los boletos de entrada pagando por los mismos. Los demás funcionarios vieron aquel gesto y se apresuraron a seguir su moralizante ejemplo. Al igual que la generalidad de los gobernantes despóticos Maximiliano Hernández Martínez, aspiraba a perpetuarse en el poder, por lo que impuso en febrero de l944 las argucias jurídicas que antes había utilizado para que le extendieran nuevamente el período que debía terminar en ese mismo año y su gobierno se prolongara hasta el año l949.
La sociedad salvadoreña ya no necesitaba aquel régimen asfixiante, pues los tiempos habían cambiado, y las nuevas pretensiones del general esa vez generaron un sordo disgusto que se fue extendiendo hasta llegar a los cuarteles, donde se habían incubado los únicos brotes de disidencia que había confrontado el gobierno en los doce años que llevaba el general Hernández en el ejercicio presidencial. Allí nuevamente encontró la rebeldía.
Un movimiento coordinado de varios regimientos se levantó en armas el la ciudad capital; pero la presencia de ánimo de este militar valiente y sagaz, junto a la lealtad y arrojo de algunos batallones le permitió sofocar la sonada y someter a casi todos los dirigentes de la conjura a juicios sumarios que concluyeron con el fusilamiento de los principales protagonistas de la trama.
Esto fue un acto de venganza inmisericorde y excesivo, como los que estaba acostumbrado a ejecutar este implacable soldado. En todo el país se desató una cacería brutal en busca de aquellos comprometidos que lograron escapar. El pueblo en general, profundamente lastimado por aquellos fusilamientos respondió con una gran huelga de brazos caídos que paralizó todas las actividades de la vida nacional salvadoreña.
Durante la huelga general fue muerto un joven de nacionalidad norteamericana, muy apreciado por sus prendas a personales y por ser hijo de un hacendado millonario. Esta muerte sirvió de pretexto para que el embajador de los Estados Unidos se involucrara directamente y el general Hernández, esa vez desbordado por los acontecimientos, no tuvo otra alternativa que renunciar el 9 de noviembre de l944 por medio de un mensaje dirigido al país.
En aquel trascendente momento, volvió a sobresalir la honradez extrema de este hombre quien, si bien no se ensució las manos con la corrupción, en cambio las mantuvo tintas en sangre durante todo su mandato. Luego de su salida trágica del poder, para abandonar el país recurrió a un amigo que le gestionó un generoso obsequio de un capitalista, que consistió en veinte mil colones; mas tarde, vendería sus propiedades y eso le permitió seguir su frugal vida en el exterior.
El día siguiente de su caída se fue a Guatemala, en cuya frontera fue recibido por el Director General de Caminos de ese país, el ingeniero Miguel Idígoras Fuentes. Permaneció en el fronterizo país por poco tiempo y partió hacia los Estados Unidos, donde vivió algunos años en Miami y Nueva Orleáns. Cansado de no hacer nada allí se trasladó a Honduras, donde arrendó una finca para dedicarse a cultivar algodón.
A los ochenta y dos años, en l966, vivía solo en la hacienda, pues su esposa había muerto. Tenía a su servicio hombre que le servía de chofer y mozo de servicio. Este empleado durante varios días no se había presentado a sus deberes y cuando lo hizo llegó en estado de embriaguez y le exigió su salario, que precisamente por su irresponsabilidad el general le había retenido. Discutieron agriamente y mientras el general desayunaba, fue atacado por el empleado quien le propinó diecisiete puñaladas ocasionándole la muerte
Revista “TEMAS”, del periódico HOY,
fecha 10 de mayo de 1997
Fuentes: “Miguel Mármol,
Los sucesos de 1932 en El Salvador”
Roque Dalton, Casa Las Américas, 1983
Historia de El Salvador, tomo II
PRESENCIA, año I, abril-junio de l988
CENITEC, San Salvador, El Salvador.
miércoles, 8 de diciembre de 2010
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