A media hora de la ciudad capital de Guatemala, el auto deja una moderna autopista para asomarse casi de repente a Antigua, que le muestra al visitante sus vetustas cúpulas, como hermoso avance de la huella que encontrará en el pasado de grandeza y esplendor que una vez mostró esa ciudad.
Al llegar a la que fuera la tercera ciudad colonial del Nuevo Mundo, sólo superada por Méjico y Lima, se siente una sensación de paz y el reflejo de la solemne magnificencia que tuvo esa capital. Los sólidos y gruesos muros de sus conventos e iglesias hacen surgir una emoción de reverencia y admiración ante esas muestras de la pujanza que tuvo en su momento de señorío aquella ciudad.
El convento de Santa Cecilia, donde se acogían como novicias aquellas que renunciaban a toda vida externa, sobrecoge al visitante por la imponente sobriedad y beatitud que emana de aquel lugar tan bien conservado. La austeridad extrema de sus celdas y los demás indicios que se observan, dan una idea del rigor extremo en que vivían las jóvenes allí recluidas en divorcio definitivo del mundo terrenal.
La iglesia de San Francisco, donde se encuentra la tumba del hermano Pedro, un religioso franciscano que vivió inmerso en santidad llevando a cabo su obra de bondad y dedicación a favor de los enfermos y menesterosos. A su muerte, se convirtió en hacedor de milagros y sanaciones, como lo atestigua la gran cantidad de placas de agradecimiento adosadas a la pared del añejo templo. Este lugar ha llegado a convertirse en foco de fe y peregrinación al igual que el otro gran santuario de Esquipulas, en el sur de ese fascinante país, donde se venera desde los tiempos coloniales una imagen de un Cristo de madera color negro, cuya fama se extiende por el mundo.
En el patio de la iglesia de San Francisco, amplio, y sombreado, entre venerandas piedras y rojas enredaderas de trinitaria, envueltos en esa sensación de paz y recogimiento que de allí emana, estudiantes de diversos países quienes viven en Antigua, aprovechan la quietud para sumergirse en estudios y lecturas al igual que también se puede observar en otras ruinas, evocadoras de su ayer místico y de grandeza.
No todo es sensación de sacralidad y pasado colonial. En Antigua fluye alegre, continuo y juvenil, como arroyo en la montaña, un turismo que recorre sus lugares de diversión y las empedradas calles rebosantes de historia y tradiciones admirando cada detalle de aquella ciudad colonial, la misma donde el regidor de su honorable cabildo, el vecino Bernal Díaz del Castillo, en su vejez, enfermo y casi ciego, con la autoridad del soldado que fue conquistador de Méjico y Guatemala, escribió la” Verdadera Historia de la Conquista de la Nueva España”, como homenaje a todos los que participaron en aquella verdadera epopeya y no sólo a la gloria de su capitán, como lo habían hecho los clérigos y escribanos al servicio de Cortés. Una tarja incrustada en el gran mercado de artesanía en el centro de la ciudad le recuerda al visitante ese hecho.
En los atardeceres, Antigua sirve de escape a los residentes de la cercana ciudad capital, para que ellos también encuentren solaz, luego de sus ajetreos cotidianos en la trepidante urbe que la ciudad Guatemala de hoy día. En Antigua Guatemala, se suceden los espectáculos artísticos y culturales de gran calidad en el marco de aquellas ruinas reminiscentes de sus días de grandeza. Allí un notable público, embargado de emoción, pudo apreciar los sostenidos en sus momentos más altos que salían de la garganta de José Carrera, para golpear las piedras grises por la pátina del tiempo y rebotar derramados como cascada musical maravillosa sobre aquel auditorio extasiado ante esa conjunción maravillosa de piedra ancestrales y música intemporal.
Desde cualquier parte de Antigua, en cercana distancia hacia el Oeste, el visitante encuentra la vista de la majestuosa montaña en cuya falda fue fundada en l524, la primera capital provincial llamada entonces Santiago de los Caballeros de Guatemala. Luego de lluvias intensas e ininterrumpidas durante dos días, temprano en la noche hubo un fuerte temblor de tierra y desde lo alto de esa montaña descendió una gran correntada que, como un episodio bíblico, cubrió la ciudad de agua, lodo y piedras.
Desde entonces esa montaña es llamada “Volcán de Agua”. La catástrofe, en su tarea de muerte y destrucción de la villa, también se llevó la viuda de otro conquistador del reino de Méjico y Guatemala como lo fue Don Pedro de Alvarado: “La sin ventura Beatriz de la Cueva”, quien, al conocer de la muerte de su esposo en lucha contra los indios de Méjico, en l541, se había encerrado junto a su servidumbre en su palacio al pie de la montaña, el cual había hecho pintar todo de negro y que fuesen tapiadas todas las ventanas, para convertir aquel hogar en un lóbrego sepulcro en vida para llorar la muerte de su esposo en un luto y aislamiento mas aterrador que la muerte misma. El cataclismo ocurrió el ll de septiembre, poco tiempo después de la muerte de Alvarado.
La destrucción de la capital impuso la necesidad de trasladar la ciudad, que fue edificada en l543 en un vallecillo cercano, donde llegó a la preeminencia conocída, hasta que fue castigada por una serie de terremotos, lo cual obligó por segunda a que la capital fuera abandonada en l577 y establecida en el lugar en que hoy se encuentra a partir aquel último traslado. Sin embargo, esa vez la ciudad colonial no desapareció, como la primera al pie del volcán, y se ha mantenido con el nombre de Antigua Guatemala, como tesoro de la arquitectura colonial en el nuevo mundo y figura entre los patrimonios culturales universales mas admirados.
31-7-98
miércoles, 8 de diciembre de 2010
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